domingo, 18 de julio de 2021

ORBITA HUAMALIANA

Domingo, 18 de julio 2021

DOMINICAL

Opinión

PATINADAS DE NUESTRAS MENTES

Por. Gustavo Rodríguez

A principios de la pandemia un conocido mío empezó a publicar en Facebook sus experiencias bebiendo dióxido de cloro: mientras más trataban sus amigos de disuadirlo, más pruebas mostraba de lo equivocados que estaban no solo ellos, sino también los medios más prestigiosos y las agencias sanitarias del primer mundo. Era admirable su malabarismo retórico para sostener una verdad alterna que la ciencia refutaba. Por entonces también noté que una señora se había convertido en su escudera: lo defendía con arengas y también colgaba enlaces a supuestas pruebas irrefutables. 

            Juntos eran dinamita.

            Hace poco, sin embargo, la interacción entre ambos tuvo un giro inesperado.

            Cuando Keiko Fujimori pasó a la segunda vuelta electoral y mi conocido publicó su rechazo, la señora empezó a mostrarle los colmillos en vez de echarle porras. Sus debates larguísimos me causaron gracia, pero nada me ocasionó tanta impresión como leer que mi conocido le exigiera a la doña que no se valiera de noticias falsas para engañar a la gente. Se entenderá mi cortocircuito. ¿Qué ha llevado a tantas amistades que creían pensar parecido a no reconocerse en estas elecciones? ¿Cómo así la gente puede cometer incoherencias dignas de ser escuchadas con risas grabadas? ¿Qué ha hecho que Vargas Llosa haya arriesgado su reputación intelectual al señalar un supuesto fraude sin pruebas y que, sin quererlo, haya legitimado posteriores actos violentos en Perú parecidos a los del trumpismo en el Capitolio?

            Quizá nunca como en estas épocas sea tan necesario estudiar nuestros sesgos cognitivos, esas interpretaciones erróneas y sistemáticas de la información que terminan condicionando nuestros pensamientos y posteriores decisiones. Cuando era niño leí en un Selecciones del Reader’s Digest una anécdota que hoy puedo explicar gracias a esa definición: una escritora relataba que ella cocinaba el asado siguiendo un truco de su madre que había aprendido de pequeña: cortaba en dos el trozo de carne y así decía asegurarse un cocido parejo y sin resecamiento. Cuando un día su madre la visitó y escuchó esta explicación, se carcajeó: “Hijita, yo hacía eso porque nuestra cacerola era muy chica”.

            Este sesgo de observación selectiva –para esa niña era mejor creer que su madre era una súper cocinera y no una señora con déficit de utensilios– es uno de los tantos que pueblan la mente humana a cada segundo. Se dice que los sesgos ayudaron al Homo sapiens a sobrevivir en su evolución: el ser humano no tiene las piernas más veloces para escapar pero sí tiene un cerebro que piensa rápido. El órgano que largamente nos diferencia de las demás especies procesa millones de datos por segundo y, en aras de la eficacia en situaciones de peligro, utiliza atajos para tomar decisiones.

            Esta estrategia implica servirse de experiencias del pasado para tomar una decisión que luego, ya con calma, trataremos de explicarnos racionalmente.

            Cierta vez le expliqué a mi exesposa por qué había decidido comprar un auto que excedía nuestro presupuesto: le hablé de tecnología, de valor de reventa y hasta de ahorro de combustible. Pamplinas. De niño me había enamorado de un auto alemán y de lo que simbolizaba: esa fue la razón descarnada. Incluso hoy, cuando me preguntan por qué escribí tal novela, sé que miento al responder: ningún escritor sabe con exactitud qué lo llevó a hacer sus creaciones, pero inventamos para la tribuna la respuesta que suena más interesante.

            Ya que todo parece ser ficción en nuestra decisiones, conviene anotar que en la novela en curso que es nuestra vida ciertos sesgos se anclan más en la medida que nos atrincheramos con determinadas tribus. Después de todo, nuestra sobrevivencia como especie siempre ha dependido de nuestra agrupación con semejantes. Antes era el tigre con dientes de sable, hoy se trata del comunismo o del capitalismo bestial: en ambos escenarios, los neurotransmisores siguen siendo los mismos. En las últimas décadas, desde que Vargas Llosa vive en España, para sus admiradores no fanatizados ha venido siendo clara su cada vez más profunda relación con las derechas que se alejan de la moderación. Lo fascinante de nuestros autosecuestros en determinadas burbujas es que ocurren casi sin darnos cuenta, rodeados de cortesías y de pequeñas gratificaciones que nos pasan desapercibidas.  Mi conocido en Facebook quizá encontró un placer especial, inexplicable para muchos, en sentirse un ser humano “despierto” capaz de enfrentarse heroicamente a una comunidad científica que conspira con gobiernos para mantener la injusticia de la medicina occidental. Un guerrero digno de las películas. Tal vez, una manera de sobrevivir ya no al megalodonte, sino a una existencia opaca que no le aporta nuevos retos, cual Quijote que confunde molinos con gigantes. 

            Vargas Llosa, quizá, cedió a la heurística de otorgarle más valor y credibilidad a la primera información que confirmaba sus creencias acumuladas y optó por caer en el llamado sesgo de statu quo: acomodaré todo mi talento, aunque eso implique traicionarme, en aras de mantener un esquema social que no debe ser abolido.

            Y yo, quién sabe, tal vez esté escribiendo esto tratando de parecer muy articulado, cuando en el fondo estoy maquillando mis prejuicios.

            ¿El hecho de que todos tengamos sesgos significa que toda opinión sea respetable?

            Pues no. El ser humano también ha creado sistemas para minimizar en lo posible los sesgos en todas las disciplinas. Allí están las redes de científicos prestigiosos y sus publicaciones cernidas, las comunidades académicas que se autocorrigen, los medios que respetan un protocolo de calidad informativa, los organismos oficiales que acumulan mucha más experiencia y casuística que el internauta promedio. 

            En otras palabras: dime de qué fuentes te guías y te diré qué tan probable es que estés patinando.

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